Los objetos dimensionales de Francisca Blázquez

NUEVA YORK, JADITE GALLERIES - AÑO 2005.


Las superficies se doblan, se estrechan, crecen, se pliegan inverosímilmente, se contradicen especularmente, se desdoblan como reflejos en el agua o se expanden de forma caprichosa, aunque siempre con armonía, en bellos y simples colores... Es el universo secreto colmado de dimensiones que desvelan los lienzos de Francisca Blázquez (1966).

Dimensiones, esta es la clave. Las últimas teorías científicas trabajan con diez o incluso más. Si creemos vivir en cuatro (ancho, alto, fondo, más tiempo), es porque las otras resultan microscópicas, imperceptibles, aunque, como la luz filtrada por la lente de un proyector, iluminan completamente la pantalla de nuestra vida.

El Big-Bang, que tan intuitivamente ha representado Blázquez en obras como “Formas”, “Universo” o “Círculos energéticos”, privilegió las dimensiones conocidas a costa de las desconocidas. Mientras las primeras se expanden cada vez más, las segundas se hacen progresivamente más pequeñas. Pero si, en un futuro lejano, el Big-Bang se invirtiera, ocurriría al revés: las dimensiones escondidas se harían cada vez más grandes y las conocidas se irían condensando hacia lo ínfimo.

En cualquier caso, para verlas, no tendremos que esperar a ese lejanísimo e incierto futuro, cuando probablemente el ser humano haya desaparecido del universo. Podemos hacerlo aquí y ahora gracias al arduo y asombroso trabajo de Francisca Blázquez.

Es característico de los verdaderos artistas sumergirse en lo invisible para emerger con ignotas realidades. El creador genuino habita tiempos simultáneos y sabe poner ante nuestra vista trozos de existencia de los siglos pasados y de los que han de venir. Blázquez, que forma indudablemente parte de estos artistas, se adentra como una argonauta en las dimensiones desconocidas y las despliega ante nosotros. Sabe que el tiempo puede contraerse o dilatarse y transita a placer por sus adentros. Es una Nostradamus que nos abre las puertas situadas más allá de las imágenes de millones de años que la luz porta hasta nosotros.

Para tan magno trayecto, no ha elegido una potentísima nave espacial, sino algo mucho más rápido y efectivo: la imaginación. No podría ser de otra forma. La imaginación es una autopista que nos conecta con las dimensiones que los romos sentidos no pueden vislumbrar. Mente. Imaginación. Mundo cuántico. Tres elementos, en mi opinión, intercambiables. Como decía Giordano Bruno: todo lo que puede ser pensado es real.

Claro que no cualquiera puede hacer este viaje hacia lo extraño. Hace falta una mente avezada, abierta, curiosa, audaz y sin complejos. Una mente que, al cerrar los ojos, rompa los límites y se adentre en la complejidad de cuanto nos rodea. Una mente que sepa formular las matemáticas de la imaginación. Porque no otra cosa son las matemáticas sino posibilidades imaginativas. Una mente que se haya ejercitado en la gimnasia de las elucubraciones, que se haya perdido en los universos paralelos, que se haya multiplicado por los mundos posibles. 

Francisca Blázquez tiene esta mente. Sabe conducir con extrema pericia por entre los laberintos de las más variadas y vastas dimensiones, a las que, con la nitidez de sus pinceladas acrílicas o la ayuda precisa del ordenador, convierte en palpables objetos. Aquí plasma una “Geometría en el espacio” o nos lleva a existencias simultáneas en “El breve intervalo de la esperanza” o nos introduce en la antimateria en su serie “Espacial” y en “Espacios encontrados”. Allí nos expresa la materia surgiendo de la nada en “El rojo ascendente en el negro” y en “Círculos ardientes” o manifiesta el papel creativo de la luz en “Luz dimensional”, “Textura amarilla” y “Esfera. Luz”.

Blázquez no se pierde en el caos como aquellos a quienes los árboles impiden ver el bosque. Va más allá, se aleja y comprende que el caos es una apariencia; que los “árboles” conforman inmensos, tortuosos, laberínticos bosques. O dimensiones. Donde otros quedan aturdidos, Blázquez triunfa por la rotundidad de su lógica, por su clarividente capacidad espacial, por su don de la perspectiva. Da la casualidad de que es una pintora pero podría haber sido igualmente una física o una astrónoma.

Blázquez no es una viajera diestra e impenitente que se aleja de nuestras miserias para pasearse egoístamente por el cosmos. Por el contrario, su arte ilumina plenamente la realidad en la que nos sustentamos. Sus dimensiones son las máquinas de nuestro cuerpo y de nuestro comportamiento. Son las formas de nuestra alma. Están ahí no sólo para que intuyamos lo más profundo del universo, sino para que nos intuyamos a nosotros mismos. Debemos ver los objetos dimensionales de Blázquez como mapas del universo oscuro e inescrutable, al que no ha podido acceder aún la ciencia moderna, y, a la par, como mapas de nuestro propio ser, en el que difícilmente ha penetrado la psicología moderna o la flamante neurobiología. Por eso, la artista ha imbricado geometría, movimiento y cuerpo en una de sus más bellas y afortunadas series, Danza y geometría dimensional, de la que forman parte “Amor”, donde lo geométrico se encarna en los bailarines, y “triángulos danzantes”, en el que baile y geometría se implican necesariamente.

Si el universo es una sinfonía de supercuerdas, Blázquez objetiva en sus lienzos sus más diferentes vibraciones. Y así, según seamos, nos gustará más o menos este cuadro suyo. Porque cada hombre es una dimensión diferente y resulta natural que vibre de una manera singular y que anhele aquellas otras vibraciones que conmueven su interior y que son la cifra de su personalidad. Lo curioso es que, igual que no existen dos hombres idénticos, igual que en el fondo de cada uno de nosotros late una vibración única e irrepetible, no hay dos lienzos de Francisca Blázquez que se parezcan. Cada uno de ellos representa una dimensión absolutamente diferente de las demás. Trabajando sobre objetos tan difíciles, admira esta capacidad de ir siempre más allá. Tampoco, en este sentido, nos traiciona Blázquez. Cada una de sus figuras es un trozo de oro puro acuñado de una forma nueva.

Y digo oro porque la belleza es consustancial a su obra. Blázquez se sale del feísmo que ha informado la mayor parte del siglo XX para recuperar la belleza, que, en ella, no tiene nada que ver con lo bonito, sino con el hallazgo, con la luz, con la simetría. Es, como dicen los científicos, la simplicidad de una idea que explica fácilmente lo más complejo. La belleza del arte de Blázquez está en cómo, de lo más simple, surgen las más inimaginables dimensiones. El espectador tiene la intuición de que cuanto se le muestra es verdad.

Blázquez trae ante nosotros las complejidades de El Bosco, de Arcinboldo, de Escher, proyectándolas hacia el reino de lo subatómico y haciendo emerger la belleza que habita en su seno. Cumple así las características de la nueva estética o estética cuántica, que se define como “misterio más diferencia”. Esta última porque Blázquez no busca ni la igualdad del universo ni repetirse a sí misma. Cada hallazgo suyo es, como hemos dicho, sólo un camino para llegar a otro. Su preocupación es la inmensa variedad de cuanto nos rodea. La imaginación de la artista es fecundísima y abomina del estancamiento. En cuanto al misterio, ¿qué otra cosa son sus lienzos sino éste objetuado y expuesto a nuestra contemplación? Pensemos en “El azul del misterio”. No es que sus cuadros lo desvelen, simplemente nos hacen penetrar en él. Blázquez logra con su obra un tratado del vasto misterio en que habitamos.

Qué pocos artistas contemporáneos son capaces de hacer esto, centrándose por el contrario en lo más grosero y palpable de la existencia, en los detritus, en la carne sin horizonte. Blázquez ha cargado a sus espaldas un nuevo paradigma. Sabe sin duda que, en el viaje que es toda vida, su obra ganará, llenando de sentido pictórico el siglo XXI.



Gregorio Morales 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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